Serie The Rapture of the Drift 2 Oleo sobre lienzo, Caracas 2013Octubre, 2013: entro al taller de Isabela Muci y me fijo en los muros. Hay marcas de tirros y las más variadas huellas de pintura. Ahí va colgando y descolgando sus piezas, quizá para verlas con algo de distancia luego de ser terminadas. Así, pienso, podrá precisarse algún retoque. O quizás ocurra una borradura, la percepción de otros comienzos. Veo también un trozo de madera lleno de grumos y una colección de pinceles ordenada minuciosamente, también un grifo con ciertas salpicaduras. Un alto caballete sostiene lo que parece una pieza en proceso. Entra por los ventanales una luz que le brinda mayor nitidez a los objetos y advierto en un rincón cierta constelación de grapas. Tal como están, me insinúan vagas, volátiles formas. Seguro que sostuvieron dibujos, quizá bocetos. Pienso que el tiempo –y sus “obras”– provoca los más variados descubrimientos, siempre y cuando haya un constante sentido de la atención y la escucha, porque las cosas pasan y si no hay quien las distinga es como si no hubiesen existido nunca. Pero el taller, sobre todo si es el de alguien que trabaja con la pintura, es el lugar de las huellas. Allí el artista percibe su relación con lo que hace y donde mejor puede hablar sobre sus trabajos y sus días.

Alejandro Sebastiani Verlezza

 

ASV: Isabela, ¿cuál es tu ocupación favorita?

IM: Vagabundear… es un estado meditativo en el que se establecen conexiones, sentidos nuevos, casi siempre en la lentitud. Los alquimistas decían que la paciencia era una de las principales cualidades del alma y que el lenguaje se crea en la digestión: tanto en el fluir como en las aguas estancadas.

 

ASV: Prefieres unos vagabundeos sobre otros, supongo.

IM: En el taller, en sueños, en los museos. Son procesos intuitivos casi mágicos. No obedecen a una lógica. Hay espacios en mi misma donde hay obras de arte. Abismos internos que siento plenos, físicos, como fuerzas que integran todo tiempo pasado y el presente -desde que era una niña hasta ahora- consciente e inconsciente, experiencias y procesos muy íntimos que me han hecho entender que las obras de arte no son objetos solo para ser mirados sino que tienen un poder, que hacen cosas.

 

ASV: ¿Qué pasa en los sueños?

IM: Emergen imágenes que pueden integrarse a mi discurso visual y permanecer en el tiempo: mientras el misterio las mantenga vivas. Otras veces encuentro en ellos soluciones formales que en la vigilia se me escapan. Así de noche atiendo el llamado. Y el taller es el taller, el sombrero de donde salen los conejos.

 

ASV: Cuéntame sobre tu paleta de colores.

IM: La paleta es algo que se impone, ella determina la imagen y no al revés. Primero me viene el color y luego una sucesión de complementarios. Si planteo un fondo verde agua, vendrá a cortarlo una línea roja –así sea casi imperceptible– que creará una vibración visual. Igual entre las capas mas sutiles. Me interesa la austeridad de los blancos, empujada desde adentro por el color. Como la sangre y los latidos del corazón que no se ven pero que hacen viva la piel. Y luego los colores puros, mientras más puros serán más intensos y así me gusta jugar, balancearme entre los extremos.

 

ASV: ¿Cómo diste con esos colores?

IM: Tal vez en la resonancia de los modernos europeos, esos que siento viven en mi: Van Gogh, Matisse, Degas, Cézanne, Monet, Gauguin. También los fauvistas y expresionistas alemanes. Cuando llegué a Paris, me impactaron. La paleta es una programación que raramente abandona y que está profundamente ligada a la emoción. Como con la música, el color es una resonancia espiritual.

 

ASV: ¿Qué define la formación de un artista?

IM: La consciencia de proceso. Los niños vienen con cierta sensibilidad y apertura, espontaneidad. Pueden venir con expresiones de una genialidad inesperada. Pero no son artistas, no tienen noción de continuidad ni de perspectiva en el tiempo.

 

ASV: ¿Hubo alguien que haya marcado tu formación?

IM: En París tuve un gran maestro y amigo: Ralph Petty. Él me daba una asignatura llamada “técnicas y materiales”. Aprendí de pigmentos, tenía un mortero de vidrio para emulsionar los óleos y luego los vertía en tubos metálicos que abría meses después para constatar si el pigmento y la linaza habían hecho la alquimia apropiada. Tensaba mis bastidores, preparaba mis telas con cola de conejo, y él me decía: aquí ya empieza a ocurrir la obra. En realidad, me estaba hablando de la meditación activa como vía de encuentro con la creación y me instruía en el arte de la paciencia.

 

ASV: ¿Por qué trabajar con desechos?

IM: Porque siento que es como la vida, una permanente recuperación de uno mismo, aceptar esa fragilidad. Pero también es hacer provocando la perdida: a veces pongo las piezas –a medio pintar a intemperar. Llevan sol, lluvia, noche, las lijo, observo cómo se comportan, las intervengo, las columpio.

 

 

ASV: Esa puesta al descampado, ¿con qué la relacionas?

IM: Con aquello por habitar. Es un viaje permanente desde la insatisfacción. Y siempre esta lo otro: lo que amamos y creemos conocer. Pero siempre hay más, y es muy fácil pasar de largo por algo importante a menos de que lo mire desde la inconformidad.

 

 

ASV: ¿Por qué óleo?

IM: Por sus aromas, untuosidad, viscosidad… profundos como tatuajes. También por la intensidad y cualidad traslúcida de sus colores, por el tiempo que reclama para obrar. El óleo es tiempo para hacerse y al mismo tiempo permanencia.

 

ASV: ¿Tienes exigencia tienes con respecto a la factura de tus piezas?

IM: Que la voltee y no haya descuido. Que en su desnudez haya también un respeto. Que la obra conserve su dignidad en el tiempo.

 

ASV: ¿Cómo compones tus imágenes?

IM: Desde la intuición y a la manera de un collage visual. Es fragmentación –como en el recuerdo– de imágenes con carga afectiva: pérdidas y abandonos con que reconstruirme.

 

ASV: Volvamos un momento sobre tus influencias.

IM: Me interesó siempre el arte povera. Aquellas telas de Lucio Fontana que apenas rasgadas, me decían con sobriedad que algo ocurría detrás del soporte. Desde temprano, sentí fascinación por los museos donde descubría objetos e imágenes que me modificaban y me descubría en ellas. Me cautivaron la pintura y también la escultura como experiencia existencial y como materialidad.

Busco eso que ocurre desde que abro los tubos de óleo. A partir de ese instante, es como si saliera de mi cuerpo, de un traje. Ya en el acto de tomar una espátula –y poner pintura sobre la paleta– mi respiración cambia. Siento placer en mimetizarme en la viscosidad de la materia: ese mundo subterráneo o cavernoso donde la presión atmosférica cambia, se desvanecen los sonidos del mundo, hay humedades y corrientes de aire distintas, las paredes son ondulantes. Me siento agradecida de estar ahí, algo se despierta y mis sentidos se agudizan en una manera singular e intensa. Braque decía: “lo imprescindible en el arte es lo inexplicable”.

 

ASV: ¿Qué te interesa ofrecer como docente?

IM: Aprender. La voz de mis maestros me ha acompañado en procesos. Aún años después, las escucho y me asisten. Me acompañan a pensar en solitario, repensar formatos, materiales, temáticas, rutinas, rituales.

 

ASV: ¿Recuerdas alguna “lección” particular de esos maestros?

IM: Sí: mientras más tarde llegue el reconocimiento, mejor. Tendré más tiempo para ser yo misma y separarme de lo que otros esperan. La obra, en físico, no me hace falta. Ya está en mí. Lo importante es lo que ocurre en el proceso. Cuando se vende ha cumplido con su función y tal vez continúe en otros. En ese abandono ocurre una nueva experiencia. Sólo al dejar ir, ocurren nuevos hallazgos. Aparece un nuevo orden. Desde este punto de vista, el reconocimiento es una noción relativa.

ASV: Trabajar sin parar, entonces.

IM: Sí, encuentro sentido en la contemplación y en las resonancias del hacer.